LA CONTRACCIÓN DEL TIEMPO Y EL NUEVO INDIVIDUO.

Por Anacleto Soriano.

Publicado originalmente el 11/09/2020 en el portal de Radio Progreso, Honduras.

“La contracción del tiempo y el nuevo individuo” constituye la segunda de tres partes publicadas bajo el titulo “El mundo de hoy y mañana.”



El ambiente socioeconómico desatado por la pugna entre EE. UU. y China está empezando a hacer efecto. Hemos llegado a una etapa de la vida con mucha más aceleración de la que estamos acostumbrados. El tiempo cambia con mucha más rapidez que hace dos décadas, y, por ende, las costumbres, formas de vida individual y grupal, formas de pensar, etc., también cambian.

“La aceleración social se da por oleadas” dice el filósofo y sociólogo alemán Hartmut Rosa. La esencia de su tesis es que a cada nuevo e impactante invento o evento le sucede una reacción social, un espacio para dar voz a las exigencias o necesidades humanas. Sin lugar a duda, esta reacción puede ser de adaptación o de protesta. Si el caso es adaptativo, el cambio asimilado por la sociedad significará una ruptura amortiguada en el proceso acelerativo. Si el caso es de protesta, la ruptura es abrupta, y, por ende, el proceso de aceleración se ve restringido de modo escabroso.

El profesor Rosa, si bien ha intentado explicar la modernidad con argumentos muy fuertes, no logra ver con claridad los efectos de la revolución digital como proceso acelerativo social. Porque esta nueva etapa de la modernidad es, evidentemente, impredecible en un sentido argumental a largo plazo. Esto significa que, a pesar de los esfuerzos de la filosofía, la sociología y las artes por comprender al ser humano del presente como punto de partida para entender el futuro, la aceleración de la revolución digital es inmedible tanto en su distancia como en su profundidad.

De la revolución industrial, era fácil predecir el surgimiento de la industria mundial. De la revolución francesa era fácil predecir el surgimiento de una vida basada en los derechos del ser humano, porque ambas mostraron con claridad sus exigencias. Sin embargo, de la revolución digital, lo único que podemos asegurar es que nos dirigimos hacia un “hombre chip”, pero desconocemos el papel de ese nuevo individuo dentro de la sociedad, porque nos enfrentamos a un modelo de inteligencia artificial inimaginable.

La conversión del ser humano en un “hombre chip” dejará inválida la tesis de Rosa, ya que el culmen de la revolución tecnológica, la trashumanización completa del individuo, se logrará cuando la sociedad se conforme y no proteste ante este suceso acelerativo, es decir, cuando la sociedad renuncie voluntariamente a su derecho, por tanto la aceleración provocada por la revolución digital no será una ola, sino permanente, será una adaptación sin la posibilidad de regeneración humana, porque las máquinas podrán reinventarse a sí mismas como máquinas, no como humanos.

Los peligros que conlleva una reacción social adaptativa al “hombre chip” son peores que los que significó en su momento las reacciones a las revoluciones anteriores, (la industrial y la francesa). Esto se debe a que estamos jugando con el subconsciente humano; cambiar la conciencia y libertad individual por elementos digitales, algoritmos.

Esta tendencia social, amenaza en cumplirse cada vez con más rapidez. La falsamente llamada “democratización de la tecnología” es, a su vez, la sustitución de la verdadera libertad por una libertad virtual condicionada.

En este sentido, el análisis sociológico y sociopolítico debe centrarse en el proceso de sustitución de la libertad real por una libertad condicionada, ya que desafía cualquier predicción sobre el ser humano. Es sencillo argumentar una rebelión humana, mas no una entrega voluntaria de la libertad. No estamos hablando en un sentido poético, sino real: nos dirigimos a convertirnos en un “hombre chip” sin deseos de ser libres, sin aspiraciones a tener derechos.

La primera premisa de este silogismo es que la persona de hoy siente menos que la de ayer. A pesar de las protestas que aún se desarrollan en muchos puntos del orbe, el individuo como tal es cada vez menos sensible. Por ejemplo, las protestas, en su mayoría, son efecto de una causa que no es la verdadera conciencia social. Así, sucesos como lo ocurrido en Honduras en 2015 con la llamada “protesta de las antorchas”, cuyos ánimos sociales estuvieron fuertemente marcados por la convocatoria mediante redes virtuales, no bien había pasado el año cuando la población ya no tenía registro cognitivo de modo individual de aquellas exigencias sociales. Ocurrió algo similar en Grecia en 2010 y en Francia en 2018, y no sería de extrañar que ocurra algo similar con las protestas antirracismo en Estados Unidos. En su lugar, la sociedad recuerda los actos de protesta como eventos aislados y no como sucesos dignos de una continuación histórica. El peligro de esto, como lo insinúa Borges en el cuento de “Funes el memorioso”, es que “el exceso de memoria limita el acto de pensar”. Toda esta situación se debe a que la sociedad actual está recibiendo influencias estériles, ánimos no arraigados en la consciencia, sino en la emoción, lo que le permite recordar sin cuestionar.

La revolución tecnológica ha potenciado la emoción como sustituto de la conciencia. La diferencia radica en que un individuo consciente es capaz de reinventarse a sí mismo a fin de proteger sus argumentos. Por su parte, una persona emocionada es capaz de negarse a sí misma a la brevedad de los segundos a cambio de un momento feliz; la emoción prefiere recordar un bello pasado que construir un bello futuro.

La nueva era virtual proporciona muchísimos detalles a la persona que vive de las emociones. Vemos en redes sociales vídeos, fotografías, eventos en vivo (muy de moda en el actual tiempo de pandemia), y tantas otras cosas que nos llenan de alegría, y que nos activa el modo “persona universal” que todos llevamos en el subconsciente. Esto no es del todo negativo, sin embargo, gracias a ello, pensamos cada vez menos en lo más próximo y dedicamos mayor tiempo a lo más lejano, aquello que es realistamente imposible de resolver.

El economista estadounidense Richard Baldwin, considera que en “la globalización (…) la mayoría de nosotros piensa que tiene que ver con objetos físicos fabricados en un país y vendidos en otro.” (Baldwin, 2019). Pero a este concepto, podemos agregarle que la revolución digital busca arraigar en el subconsciente humano la idea de que, a mayor distancia física, mayor complicidad humana.

La revolución digital constituye un proceso acelerativo que no acabará dando, como las otras revoluciones, un tiempo para que el individuo se exprese. Todo lo contrario, busca erradicar la libertad de expresión. El “hombre chip” no podrá exigir la privacidad como derecho, no tendrá acceso al libre albedrío, no podrá elegir el anonimato como posibilidad de vida, ni podrá pensar con soltura. ¿Qué seremos entonces?

Actualmente, las universidades están alineándose con este sistema, ofreciendo en sus currículos “las carreras del futuro” mediante las cuales se construirá un individuo pensante a conveniencia, poco capaz de decidir sin la ayuda de las máquinas y completamente incapaz de vivir sin desear estar conectado a una red virtual. Este deseo, a su vez, está respaldado por una economía social donde se exige al individuo estar conectado a una base de datos para poder ser contabilizado en el sistema laboral, legal y de consumo.

Al sacar de la competencia a los valores y a la primacía de la correlación individuo-trabajo, la revolución tecnológica pasa a convertir al individuo en cosa. Ya no prima el individuo como sujeto, sino como objeto, por tanto, los valores humanos ya no tienen razón de ser, dando como resultado una desindividualización.

Otro punto de análisis es la experiencia del individuo como cosa. Encontraríamos esperanzador el hecho de que la sociedad se revelara de una forma novedosa en contra de ese proceso de desindividualización, pero lo cierto es que la sociedad no va a revelarse. Todo lo contrario, el individuo asumirá con alegría su rol de objeto, porque la revolución tecnológica permeó la conciencia individual y le instaló un virus antisensibilidad, antialma. La revolución digital no apuntó sus cañones hacia la sociedad como grupo, como lo hicieron las revoluciones anteriores, sino al individuo, porque le es más rentable tanto económica como culturalmente y mucho más fácil de dominar. 

El resultado obtenido es un sujeto sin deseos de una vida libre y plena, sino con sumos pretensiones de engancharse lo más rápido posible en la revolución tecnológica. El ser humano de hoy quiere empeñar su libertad a cambio de viajar en el tiempo. Buscamos realizar más cosas en menos tiempo, y hemos comprimido el espacio de vida. El tiempo pasó de usarse en grandes cantidades a pequeñas porciones para realizar un evento, dando paso a la posibilidad de realizar mayor cantidad de cosas en menos tiempo, como autómatas.

Este algoritmo arrítmico es la esencia de la vida capitalista, donde no se puede parar, descansar y seguir. El capitalismo solo tiene dos formas de expresión, subir o bajar (a favor o en contra). El equilibro (la paz) es inexistente. La posición estable sin subir ni bajar es igual a bajar (buscar la paz es igual a aceptar perder). Es como un código matemático casi hegeliano; eres amo o esclavo. La vida en modo capitalista es un terreno resbaladizo. Como una rueda pendiente abajo, auto impulsada por el concepto de la no existencia de conceptos humanistas. 

Pero la estructura gigante del capitalismo se está contrayendo igual que el tiempo. El seísmo de la revolución tecnológica ha demostrado que la acción es más poderosa que la ideología. Así, las dos ideologías eternamente antagónicas (capitalismo y socialismo) se van rindiendo ante el gigante de la reacción y la emoción; la tecnología. El nuevo individuo reconoce y asimila la importancia de la tecnología y olvida las diferencias ideológicas. Lo que nos llevará al fin de las oleadas acelerativas sociales, el fin de las exigencias de derechos humanos, el inicio de la era del “hombre chip”.

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